La prisa: síntoma de un capitalismo nocivo

 

La prisa: síntoma de un capitalismo nocivo

 

Foto tomada en el metro de Londres. Autor: Oscar Fhevia, 16/11/2013. Fuente: Flickr (CC-BY-NC-ND 2.0)

Vivimos deprisa, es innegable, la típica imagen de una ciudad con sus cruces interminables de personas dejando una estela de acciones individuales pero a la vez colectivas se ha convertido en una forma metafórica de entender nuestra vida social. 

El capitalismo moderno ha aumentado los ritmos de vida. Es decir, la velocidad a la que vivimos. La prisa es una de las dimensiones más asentadas en la rutina de las personas. Sin embargo, no hablamos simplemente de la prisa por llegar a un sitio a tiempo, hablamos de la prisa por llegar a ser y por llegar a lo que nos piden que seamos.

Existen dos ámbitos que nos van ayudar a comprender lo planteado brevemente en el párrafo anterior: el trabajo y el consumo. Estas dos esferas se han convertido en las conductoras de toda nuestra identidad individual, una identidad que irremediablemente también es intrínsecamente social.

Por un lado, la precariedad laboral ha ido normalizándose desde la consolidación de las políticas neoliberales y las denominadas medidas económicas de flexibilización. Unas medidas que se resumen en hacer más flexible y grande el margen de maniobra y acumulación de beneficios de las grandes empresas y, por otro lado, se encargan de someter a la clase trabajadora frente a una rígida estructura de precariedad, donde los derechos laborales se han ido diluyendo bajo una gran cantidad de dificultades en el mercado de trabajo: temporalidad, salarios bajos, desempleo, etc.

La flexibilidad de los mercados económicos se ha convertido en una flexibilidad en el mercado laboral. Este término económico también puede traducirse en un aumento de la competitividad. La jungla económica hoy en día es una auténtica selva virgen donde nos devoramos unos a otros. El miedo a ser la siguiente presa de las insaciables facturas que hay que pagar a fin de mes nos genera prisa, una prisa generalizada, una prisa social.

Vivimos en una tiranía, la tiranía de la competitividad laboral. Las personas hemos aceptado nuestra mercantilización (más bien se nos ha impuesto), aunque seamos sujetos pensantes, ciudadanos y ciudadanas, personas, individuos y colectivos con derechos. Todo eso dentro del marco neoliberal de la flexibilidad y la competitividad da igual. Hemos pasado a ser activos potenciales, gastos o beneficios de las empresas. Pero, es más, hemos pasado a ser nuestra propia empresa; gestionamos nuestra vida como si cada uno de nosotros y nosotras fuera una empresa compitiendo ferozmente por su cuota de mercado en el sector al que pertenece.

Esta tiranía de la competitividad nos obliga a iniciar una carrera sin fin donde debemos correr lo más rápido posible para no quedar atrás: aprende idiomas, informática, el último software que ha salido, etc. Lucha con uñas y dientes por tu salario que apenas te hace sustituir, lucha además con tus iguales en esta carrera enfermiza por actualizarte. Una carrera que te fragmenta de manera vital, que no te deja respirar, tener tiempo libre, vivir sin estrés y encontrar un sentido vital a tu existencia. Una carrera que te hace tener prisa siempre, una prisa forzada por inercias que nos han sido impuestas.

Claro, todo lo que hemos contado en los párrafos anteriores evidentemente no suena muy agradable, suena además estresante, suena a tener muy poco tiempo libre y muchos deseos frustrados. Justo en esa lógica encaja como una pieza de lego el consumo masivo. En términos del sociólogo Zygmunt Bauman nos encontramos con una Vida Líquida”, una vida que se escapa entre las manos por su rapidez en los ritmos que nos impone. Hemos interiorizado también la premisa de intentar complementar nuestra identidad alienada, enajenada y extrañada con la realidad a través de un consumo que no hace otra cosa que arrojar más leña al fuego.

Digamos que el consumo de por sí ni muchos menos es algo malo. Las personas necesitamos consumir para satisfacer nuestras necesidades básicas. Pero, sobre todo en los países que las necesidades básicas ya están relativamente cubiertas, la fiebre consumista es la norma. El consumo de productos de todo tipo: ropa, música, películas, series, videojuegos, tecnología, bebida, ocio, drogas… Si nos paramos a pensar detenidamente, vivimos en una sociedad donde el consumo es una parte esencial de nuestra identidad. Una identidad que está ya fragmentada por el trabajo y sus vertiginosos ritmos precarios y a la que se une un consumo masivo de sensaciones encapsuladas que tiene una seña de identidad: la fugacidad.

Los productos de consumo en el capitalismo actual no cubren necesidades, cubren deseos infundados en nosotros y nosotras a través de la publicidad, la literatura, los programas de televisión, el cine, etc. Es decir, los canales de comunicación reproducen con beata fidelidad la cultura consumista del capitalismo actual. Todo esto genera que participemos en otra carrera igual o más rápida que la laboral: la carrera de formar una identidad a través del consumo. En otras palabras: la carrera para estar a la moda.

No hay nada más dedicado que intentar estar a la moda en todos los cánones de consumo que nos marcan actualmente: ropa, videos, libros, series, etc. ¿Hemos visto la última serie de moda en Netflix? Más nos vale, porque la semana que viene emitirán otra que se hará igualmente viral y ya no podremos participar en las redes sociales, comentar y opinar sobre ella, ni hablar con nuestro grupo de amigos o amigas en el centro comercial o mientras tomamos unas copas después de un largo día de compras porque han llegado las rebajas, o porque han sacado el nuevo modelo de smartphone o la cadena de comida rápida americana ha abierto otra franquicia… La carrera es interminable, una carrera que a cada zancada nos fragmenta, nos convierte en una estela de vivencias que no tienen tiempo de asentarse. 

En definitiva, podría decirse que nos hemos convertido en una concatenación de difusas imágenes fragmentadas, en un puzle que intentamos montar mientras corremos a toda velocidad. Por eso, el primer paso para poner las piezas en su sitio es sentarse, abrir la caja donde están las piezas a unir y tomarse todo el tiempo del mundo en mirar donde va cada una. 



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