El algoritmo del
cibercapitalismo: del like al horror
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Portada: fuente pexels |
Quizás no te has dado cuenta del tiempo que llevas haciendo scroll por tu dispositivo Smart y lo más probable es que estés leyendo este texto desde el mismo dispositivo del que parece que no puedes desengancharte. Pegado a tu mano o a pocos centímetros de distancia de ti, lo sientes como una presencia, casi como si fuera el anillo único que busca atarnos a todos y hundirnos en las tinieblas de la pantalla táctil.
Somos como el perro de Pavlov, salivando mientras esperamos la siguiente notificación de Instagram, de TikTok o el mensaje de esa persona que lleva más de 10 minutos sin decir nada. Parece que hemos perdido el control, condicionados cibernéticamente al estímulo de la pantalla negra, nos sumergimos en la constante búsqueda de placer y sentido en una realidad digital que poco a poco va llenándose de contenido sintético, fakenews y recomendaciones cada vez más personalizadas o, mejor dicho, individualizadas.
Internet a muerto, ya no hay humanos en la red, discutimos con bots, cuentas programadas con inteligencia artificial y encima el contenido más difundido es aquel que alienta al odio, ideologías nostálgicas y totalitarias, con comentarios vitoreando esas actitudes y estilos de vida.
En realidad, ser podría decir que vivimos en un fascismo cibernético. Un fascismo diferente de su padre situado en el Siglo XX. La oleada de reacción actual huye del centralismo estatal, pero instrumentaliza el Estado siempre que puede, aunque usa las tecnologías cibernéticas y su descentralización para hacer esparcir sus discursos de odio, su desinformación, sus pogromos y su agenda fascista. Sin embargo, los órganos de propaganda actuales son las redes sociales e internet, totalmente desprovistos de control y, además, en manos de personas como Elon Musk; participantes de gobiernos fascistas como el actual de Donald Trump. Este contexto nos advierte sobre como las tecnologías cibernéticas están en manos de la burguesía occidental más reaccionaria.
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Elon Musk y Donald Trump en la Casa Blanca |
El panorama es desolador; una red cibernética que nos obliga a
preguntarnos si merece la pena seguir conectadas a la red, o lo mejor
que podemos hacer es apagar todos los dispositivos Smart y
volver a aquellos maravillosos años donde lo online y lo offline
estaban claramente diferenciados.
Quizás la respuesta más lógica sea que sí, que hay que renunciar a todo avance y a la interconexión infinita. De esta renuncia saldrá la libertad individual y colectiva que tanto añoramos y que experimentamos hace nada, únicamente tenemos que recordar el día del apagón nacional (ocurrido en España) cuando por unas horas quedamos desconectados realmente de todo y las calles se llenaron de gente. Se escuchaban personas asombradas diciendo: hemos vuelto a mirarnos a las caras y hablar con las personas.
Pareciera ser que liberarnos de la conexión restauraría una humanidad que se ha perdido, que volveremos a ser más solidarios, que el odio, las fakenews o los sesgos de información se terminarán para siempre. Una vez apagado el smartphone encenderemos la radio, volveremos al periódico en papel —con sus líneas editoriales no olvidemos— , a los libros —de los que hay de todo sesgo e ideología política— y claro, también tendríamos la televisión y todas las plataformas de contenido audiovisual que viven en su software.

Entonces ¿el problema es internet más que los dispositivos Smart? Antes de dichas tecnologías inteligentes, pero con internet funcionando a pleno rendimiento en los ordenadores de sobremesa, empezamos a pasar horas en ese mundo digital que se empezaba a abrir ante nosotras y nos llevaba a mundos inimaginados con un solo clic. Internet se veía como ese mundo digital de libertad en las conexiones, de performatividad de la identidad, el cuerpo y el género, un lugar donde compartir información y buscar personas con la que poder hablar en cualquier chat IRC.
Prohibir, regular, eliminar, educar… todas estas palabras están bien, son el reflejo de un malestar muy real que todo dispositivo Smart causa en nuestras sociedades y en nuestra propia estructura psicológica. Aunque aquí volvemos al mantra de siempre: ¿quién diseña, desarrolla e implemente el uso socialmente aceptado de estas tecnologías? Y ¿qué responsabilidad tenemos como usuarios de estas aplicaciones? Sobre lo planteado está es el típico ejemplo de los selfies. Los teléfonos con cámaras nos han hecho más narcisistas. No obstante, el narcisismo o el acto de querer retratarnos ha sido una constante en la humanidad, primero accesible a toda persona de clase alta y con recursos económicos para pagar a un pintor, luego con las primeras cámaras donde empezamos a intentar sacarnos retratos y ahora, somos adictos a los selfies.
Esto sirve para exponer que estas tecnologías están retroalimentadas por los usos sociales que les damos. Obviamente el sistema cibercapitalista saca rédito económico de estos usos y genera nuevos dispositivos con mayor cantidad de pixeles para sacar mejores fotos, no es el teléfono quien te hace narcisista, sino la mercantilización del capital que interfiere en la acentuación de estos rasgos humanos.
No obstante, no todo es oscuridad en esta red cibernética. El 15M o la primavera árabe fueron movimientos tecno-políticos que permitieron, en el caso del 15, una autogestión en tiempo real de todas las acampadas desde la red social X (antigua Twitter). Lo mismo ocurrió con Occupy Wall Street. Además, ´las quejas en la red, en los foros y las denuncias de agresiones de odio, racistas, machistas o aporofóbicas en plataformas o cuentas creadas para ello también han permitido generar redes de solidaridad y ayuda mutua en el ciberespacio.
Internet y toda tecnología es un reflejo de nuestra programación cultural. Nuestros cuerpos son hardware y la cultura cibercapitalista el software. Si hemos sido programados en el individualismo, el odio, la competitividad, el hate en la red y el consumismo, esas tecnologías reforzarán esos aspectos y el cibercapitalismo sabrá sacarle provecho económico.

La realidad ya no se divide en online y offline, sino que es una
realidad totalmente híbrida y tenemos que generar colectivamente una
cultura que sepa reapropiarse de internet y generar espacios de lucha
política colectiva en el seno de la red. Internet y toda tecnología
es un terreno de lucha político, también lo es poder darle la
vuelta a tu teléfono, silenciarlo y conversar con tus amigos
mientras compartes una bebida en cualquier terraza o en tu casa.
Lo Smart nos aísla, pero también nos conecta. Puede que
tengas una persona conocida que esté pasando por un mal momento y
vive a miles de km de ti, puedes hacerle una videollamada y hacer que
se sienta arropada.
No todo es pesimismo, aislamiento, ciberbulling, sexting,
criptoestafas, estupidez humana, coach motivacionales
misóginos o depresión en la red. La renuncia no es una vía, la
prohibición, dentro de un cibercapitalismo y a escala global
tampoco. Hay que pensar en utopías digitales dentro de ciberculturas
postcapitalistas, siempre habrá gente que haga usos perversos de
toda esta infraestructura, no se podrá evitar, aun así la lucha
política y cultural ha de mirar más allá de la prohibición, la
regulación, la educación y la eliminación.
Debemos apropiarnos de lo que es nuestro, suena cliché decirlo, pero
todo pasa por controlar los medios de producción, y en estos por
supuesto entran las tecnologías digitales y cibernéticas que
vertebran al capitalismo tardío actualmente.
Como decía Marcuse, el capitalismo fuerza “una escasez artificial
tendiente a ocultar la abundancia”. Y eso es precisamente lo que
vivimos ahora en esta especie de ocaso donde los peores recuerdos de
este sistema salen a resurgir con más fuerza incluso que antes.
Existe otro camino, aunque toda la maquinaria cultural e ideológica
intente taparlo, pero un camino que solo podemos andar a través de
la acción y no únicamente desde el pensamiento.
Texto escrito por los sociólogos Jose Bobadilla y Álvaro Soler
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