Fin de año: entre Ítaca y el fuego
Dos días para fin de año, 31 de diciembre, un nuevo ciclo. Todo lo que atrás se queda, purifiquémoslo encapsulándolo en el 2025, en un número. El fin de año es una tradición relacionada con el tiempo, con el devenir que nos somete la dichosa entropía. El tiempo es quizá el concepto más importante en nuestra especie. El filósofo Marià Corbí comenta que el tiempo es una realidad mucho más subjetiva de lo que pensamos; percibimos eso que llamamos tiempo porque somos seres vivientes. Es decir, porque somos animales con una autoconciencia determinada, sujetos a un proceso biológico irreversible, que nos arroja sin ninguna duda la certeza de que vamos a morir.
Cuando llega el fin de año corroboramos que debe existir una alternativa, aunque sea individual, de vivir mejor, o al menos, de continuar viviendo. En la actualidad, el fin de año es quizá aún más paradójico como ritual, pues vivimos convencidos de que el tiempo, al menos en lo que repercute a lo colectivo, se ha detenido. Quizá en realidad estamos en un fin de año continuo; una especie de espiral donde intentamos recuperar esa necesidad de ruptura, de salir hacia afuera, de conocer nuevos propósitos, de dar un paso más, de salir de donde no estás a gusto o de donde, al menos por ahora, no puedes huir.
Sin embargo, algo se resquebraja en esta ficción presentista, pese a los rituales, las tradiciones arcaicas que intentan reconfirmar los símbolos y significados que sostienen nuestras volátiles sociedades y pese a la oleada cultural de un capitalismo que nos ha ganado, idiotizado y despolitizado a niveles difíciles de reconocer.
Cuando pienso en el fin de año, pienso en un cuento, en un mito. Más bien, en la guerra de mitos que se cierne sobre nosotres a día de hoy. Una de esas historias que consolidan la cosmovisión de un mundo es La Odisea de Homero, donde el astuto Ulises, rey de la pequeña isla de Ítaca, intenta volver a casa después de la guerra de Troya. Sin embargo, el destino, que en los poemas épicos griegos ni mucho menos pertenece a los mortales, le tiene guardada a Ulises toda una travesía de 10 años hasta llegar a su hogar. No es sino por la intervención de la diosa Atenea, que media a favor de Ulises, que Zeus permite el regreso del itacense.
La Odisea puede ser abordada a través de decenas de reflexiones, sé del reduccionismo, pero lo cierto es que el epicentro del mito de Ulises es el regreso al hogar, a lo conocido, después de que la vida te haya puesto a prueba a través de tu ingenio y valor; al final, lo mejor es acabar en el hogar, dulce hogar.
Este poema, el de Ulises, está en guerra, en parte, con otro: el mito de Prometeo. Prometeo era un titán que, movido por la compasión hacia los humanos, desafió a Zeus robando el fuego de los dioses y entregándoselo a los mortales. El fuego simboliza la llegada de la técnica, la cultura y el conocimiento, pero también la conciencia ampliamente desarrollada de las personas, que choca con el límite y el sufrimiento. Como castigo a dicha acción, Zeus lo encadenó a una roca, donde un águila devoraba su hígado cada día, regenerado cada noche, prolongando el tormento en el tiempo. Prometeo fue finalmente liberado por Heracles, y esta liberación fue admitida por Zeus, aceptando el nuevo mundo: el fuego no podía ser devuelto al Olimpo y la herida del progreso quedaba abierta para siempre.
No obstante, estos dos mitos, que están en dialéctica disonancia (volver al hogar ya conocido o empujar hacia los límites desconocidos a hombros de la técnica y el conocimiento humano), se desvanecen entre el devenir capitalista. No podemos volver a un hogar cálido y aislado de los acontecimientos contemporáneos como Ítaca, porque liberar a Prometeo nos conectó a todos a través de la cibernética. No hay lugar adonde aislarse y refugiarse, no hay hogar, por lo menos de momento, y si permanecemos en este sistema, ese momento promete convertirse en eterno. Por otro lado, el progreso por sí solo no nos llevará a un lugar diferente, a un nuevo hogar, a una conquista del tiempo.
El progreso, subido a lomos del proyecto civilizatorio occidental, esa modernidad supremacista, nos ha conducido a un sistema complejo de explotación que no solo subyuga a la mayoría de la población del planeta (la clase trabajadora), sino que extingue y esquilma de manera caníbal los ecosistemas del propio planeta.
Es decir, ese progreso que en un inicio nos permitió separarnos de la naturaleza, al menos de manera imaginativa, ahora nos vuelve como un boomerang, que nos dice con contundencia cómo no dominamos absolutamente nada y que la crisis climática promete ponernos las cosas muy complicadas.
Entonces, si el fin de año sigue teniendo algún sentido, quizá no sea como promesa de progreso ni como nostalgia del hogar perdido, sino como ejercicio de conciencia. Un instante mínimo para reconocer que ni la técnica nos salvará por sí sola ni el repliegue individual nos devolverá un lugar seguro.
Entre Ulises y Prometeo queda una tarea pendiente: reapropiarnos del tiempo, no como mercancía ni como condena, sino como espacio común desde el que decidir cómo queremos seguir viviendo.









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